martes, 8 de enero de 2008

Una carta

Imagen mía. Una mañana cualquiera, en Retiro.

Llegué a Buenos Aires ya de forma definitiva por Abril. Teóricamente la fecha era Marzo pero estuve más que nada en Comodoro cerrando cosas de trabajo de allá. De hecho cumplí 40 allá, a las apuradas, sin Ana y Flor, pasando como un tren y sin parar por una de las estaciones más importantes, por una en la que quería detenerme un poco para mirar para atrás, para mirar a los costados, para mirar para adelante. Pero bueno, no se pudo. Putamadre.


Así que hace ya unos cuantos meses que estoy en BUE (yo le digo "bue" a Buenos Aires, por el indicativo del aeropuerto, Comodoro es CRD y aunque aeroparque es en realidad AEP, no sé por qué en los vuelos de cabotaje sabe decir BUE) y recién ahora estoy empezando a postear en el blog. Ha pasado tiempo. Esto quiere decir que una buena dosis de ingenuidad seguramente -y en una de esas, lamentablemente- he ido perdiendo, y es por eso que rescato esta carta que copio más abajo. En realidad es un email, pero prefiero decirle carta porque siento que pertenece más al sosegado género epistolar que al mundo urgente de los correos electrónicos. Esta pequeña carta, entonces, me es grata ya a esta distancia y disfruto algo releyéndola porque muestra mi mirada inaugural, una mirada incontaminada por la costumbre, por la rutina, por la aceptación que terminan por hacer invisible hasta a un elefante rosado paseándose por el escenario del Colón mientras el tenor se luce con el Celeste Aïda...

De: José Luis
Para: Rosa
Asunto: Woolf e impresiones del hospicio

Hoy Ana se quedó en casa porque tenía que llevar a Flor al doc, así que vine solo los 35 minutos de tren desde San Isidro y cuando llegamos a Retiro me sobresalté, me pareció que habían pasado 8-10 minutos. Woolf (y Bach, al palo) me habían hecho olvidar del quilombo sardinesco, de los empujones, del frío que entra cuando abren la puerta, del calor cuando la cierran, del malhumor y la indiferencia enormes de por acá en donde el prójimo es un potencial enemigo... durante esos 35 minutos estuve en Londres, y era mediodía, y era verano, y se me arrugaba el alma observando -como si fuera un fantasma flotando sobre la escena- a Peter Walsh diciéndole a Clarissa que estaba enamorado de otra para que ella lo salvara... y juro que no me di cuenta de nada hasta que el tren hizo la frenada final.

Y después bajé del tren en medio de otras 10.000 personas que hacían lo mismo y que iban (íbamos, y siempre Bach, al palo) como un chorro sólido humano a los molinetes que nos alineaban sólo por unos segundos, hasta pasar, y ahí el chorro se abría como cuando uno aprieta la punta de una manguera, y todo el mundo salía para todos lados. Yo, al subte, a otro molinete y a una casualidad de esas que Cortázar hubiera atribuido a alguna voluntad desconocida: al entrar, al lado mío estaba la mujer que venía, también al lado mío, en el avión de Comodoro para acá. El mismo tapado negro de Cardón, los mismos lentes conchetos blancos y negros, los mismos cuarentaytantos -largos- años, el mismo platinado apropósitamente artificial, pero soy pésimo como fisonomista: la reconocí por las manos: tenía los dedos que le terminaban en punta, como un cono alargado y desagradable, desagradable porque vi que lo que le ahusaba los dedos eran las uñas, largas y manicuradas, que le crecían muy arqueadas y como apretándole el dedo hacia adentro en los costados y haciendo una pilita de carne en la punta; me imaginé que para que tuviera esos dedos así deformados tendría que haber llevado esas uñas así durante años, quizás décadas, me parecieron manos que no habían hecho una mierda en toda una vida y sentí que su dueña tampoco. Ella seguro que también me reconoció y nos miramos al entrar, pero ni nos saludamos. A ninguno de los dos nos interesaba un pito del otro.

Por ahí después haga clic y termine odiando esto, pero por ahora me parece una delicia ir en el medio de este lío monumental y mirar todo como si estuviera a 500 metros de altura, estar en el medio de la tormenta y adentro tener un lago. Todo se me hace bello, el gentío, la confusión, los azulejos de la salida del subte pintados con motivos griegos azules, verdes y amarillos quién sabe hace cuánto, la salida de ese pequeño mundo subterráneo a la gigantez de la ciudad que te corta la cara de frío, los bares mugrosos de la estación de subte en Retiro, las patéticas macetas en las ventanas de los edificios con plantitas escuálidas y más grises que las paredes, la gente emputecida, y hasta los pibes mugrientos durmiendo en el piso, o la miserable vieja que te pide limosna sentada en las baldosas con un bebé. Todo se me hace bello. Y se me ocurren en este momento los dos últimos -y ya tan andados- versos del poema Buenos Aires, de Borges: "
No nos une el amor sino el espanto / será por eso que la quiero tanto". Se entiende, Jorge Luis, se entiende...

Besos,
JL